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LOS CURRUTACOS HERRADOS Y CABALLOS HABLADORES (1)

En una rica casa
que descubrir no trato,
parlaban cierto día
cuatro o cinco caballos.
Yo que estaba escondido
arriba del tapanco,
cuando los oí hablar
me propuse escucharlos.
Les entendí, en efecto,
el idioma bien claro,
porque desde chiquillo
con brutos he tratado.
Ya a médicos sirviendo,
ya a ricos mayorazgos,
ya en la tropa, ya, en fin,
en haciendas de campo;
y así se puede creer,
no me costó trabajo
entenderles la lengua,
como he dicho. Fue el caso.
Dijo un bello alazán
a un tordillo melado:
—Amigo, ¿por qué tienes
el cuello chamuscado?
Yo te miro una D,
el nuevo fierro extraño;
dime: ¿qué significa
esa D; dice diablo,
decente, distinguido...?
Pero aguarda, ya alcanzo
lo que quiere decir;
¡oh, que es honor muy alto!
Como los dones andan
demasiado baratos,
sin duda significa
esa D don caballo...
—¡Hola! —gritó a este tiempo
un potro colorado—,
¿qué diversión es ésta
en años tan aciagos?
—¡Cómo! ¿pues qué sucede?
—respondieron los cuatro—,
¿tenemos algo nuevo?
—Tenemos, y muy malo
—dijo el coloradito—,
y medio relinchando
comenzó en triste duelo
su inconsolable llanto.
—Vamos —dijo un retinto,
que era allí el más anciano—,
con lágrimas las cosas
jamás se remediaron.
Dinos, ¿cuál es el daño
que nos ha de venir?
quizá no será tanto.
Y en caso de que fuere,
mejor es de antemano
que estemos prevenidos,
aun para resignarnos.
—Pues oíd si las desdichas
que nos vienen cercando
(dijo el potro) se pueden
ver sin mayor cuidado.
Sabéis que por las tardes
el picador de mi amo
me saca por las calles
para lucir el taco. (2)
Pues esta tarde, amigos...,
de decirlo me espanto,
que la memoria sólo
me hace apretar el rabo.
Esta tarde viniendo
frente al Portal, y espacio,
oí dentro cierto ruido
que me pareció extraño,
pues era de herraduras,
y como en su enlosado
no nos es permitido
andar a los caballos,
volví la cara a ver
si era aprensión o engaño,
y vi unos animales
que de horror me llenaron.
Yo no sé si son hombres
o son nuestros tocayos,
porque tienen de todo,
según noté de paso.
Su andar es en dos pies,
el rostro levantado
y cubiertos de ropa
que nosotros no usamos;
pero en las patas tienen
herraduras con clavos,
gorvetean (3) el pescuezo
y sacuden las manos.
Caballos nunca he visto
ni en chanza andar parados,
pero ni racionales
que usen nuestros zapatos;
y así, pienso que son
entes entreverados,
injertos de las yeguas
y de padres humanos;
y semejantes bichos
sin duda son presagio
de nuestra triste suerte
y último descalabro.
Hizo punto el potrillo,
y el venerable anciano
comenzó con cachinos (4)
a celebrar el chasco.
—¡Qué bien se echa de ver
(dijo muy mesurado)
que has visto poco mundo
y que eres muy muchacho!
Esos que te parecen
injertos de hombre y macho,
has de saber que son
señores currutacos...
—¿Curru qué? —dijo el potro
un poco alebrestado—
—Currutacos, salvaje.
—Pues en la misma estamos
—dijo el tonto potrillo—,
¿y qué son curros-trapos?
—¡Oh! son los petimetres
—dijo el viejo cuatralbo—.
—Ahora lo entiendo menos
—replicó el colorado—,
¿qué animales son ésos?
Explíqueme usted claro.
—Son hombres racionales
—dijo el caballo manso—
dotados de razón
y entendimiento basto.
Las herraduras nunca
las clavan en sus cascos,
porque unos no los tienen;
otros los tienen blandos;
otros a la jineta
diz que los han echado,
y otros, en fin, los tienen
de solidez escasos.
Con esto se las fijan
en la bota o zapato
con clavos y tornillos
que es un primor, un pasmo.
Si algunos te parece
que traen cola arrastrando,
te engañas, que es el sable
en la corva colgado.
—¿Y éstos son racionales?
Lo dudo —dijo un bayo—;
si racionales fueran
obraran más sensatos.
¿A qué viene el herrarse
el tacón del zapato?
Si es por economía,
¡valientes mentecatos!
pues debieran herrar
la suela en ese caso
toda entera, y así
pudiera durar años;
pero herrar el tacón
y lo demás dejarlo,
parece impropiedad
y falta de cuidado.
A más que la herradura
sin duda cuesta caro;
y así nada parece
que puede ahorrar de gasto.
Si me dicen que afirman
con ella más el paso,
yo digo que es mentira;
antes van arriesgados
a dar un resbalón
como muchos lo han dado,
y los herrajes nuevos
no están de esto muy zafos.
Yo vi que una escalera
uno de estos herrados
la bajó de jocicos
por haber resbalado.
Otro vi en el portal
arar un gran pedazo,
y decir que el herraje
estaba condenado.
—No se hace por ahorrar
ni por fijar el paso
(dijo el viejo); sí sólo
por hacer ruido andando;
por eso también tienen
los curros de que yo hablo
el sable en las rodillas
suspenso en tiros largos,
para que por el suelo
las piedras y enlosado
al andar haga ruido,
y diga: aquí va mi amo.
Éstos piensan de un modo,
pero otros al contrario,
pues en lugar de espadas
traen navajas de gallo.
Hay muchos de la moda
tenaces partidarios,
que si frenos les echan,
dirán: es buen bocado.
Pero si esto es la moda,
¿quién podrá remediarlo?
Hagan lo que quisieren,
pues siempre andan herrados.
Callaron, pero yo
salí escandalizado
de una moda que choca
a los mismos caballos.

autógrafo de José Joaquín Fernández de Lizardi

José Joaquín Fernández de Lizardi


Notas del editor UNAM-IIF:

(1) 1811 o 1812 (NM, pp. 107-108). Pliego suelto 8 pp. en 8º S. f. ni 1. de i. RE, pp. 149-157.

(2) lucir el taco. Cf. nota c de Busque usted quién cargue el saco, que yo no he de ser el loco.

(3) gorvetean. En México, despapar; picotear, levantar y bajar continuamente la cabeza el caballo. Santamaría, Dic. americanismos.

(4) cachinos. Grafía anticuada de caquinos, carcajadas.


UNAM Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Filológicas
El Pensador Mexicano - Poesía de José Joaquín Fernández de Lizardi


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