REMACHE DE LAS HERRADURAS
DEFENSA DE ELLAS POR UNO DE SUS APASIONADOS (1)
Un amigo de tantos,
como así se apellidan,
que saben de amistad
como de profecías,
hubo de persuadirme
con dulces palabritas
a que lo acompañara
a hacer una visita.
Preguntéle: —¿Dónde es?
Díjome: —Aquí en la esquina,
en casa de unas curras
alegres y bonitas;
verá usted qué graciosas
que son las tales niñas,
desde la vieja nana
hasta la más chiquita:
tocan el bandolón,
el clave y jaranita
que los hacen hablar,
como que hasta rechinan;
cantan que es un primor:
¡Jesús! ¡qué melodía!
¡qué pechos! los jilgueros
más suaves nunca trinan.
Pues en el baile son
diestrísimas y vivas:
saltan tan alto, que
aun se les ven las ligas;
hacen de una comedia
el papel que les pidan;
juegan a la baraja
y saben la malilla;
y si al monte las ponen,
saben lo que es judía,
lo que es vieja, color
y esotras friolerillas.
Si están serias, elevan;
divierten si platican,
pues están bellamente
en mil cosas instruidas.
Si usted las oye hablar
cosas de policía,
ha de decir que son
terribles estadistas;
si de leyes, oirá
Déboras consumidas,
y si hablan en latín,
oirá su teología.
Si usted se queja, luego
le ofrecen medicina;
ella costosa, sí,
pero dicen que alivia.
Si hablan de guerra allí,
serán escuadronistas.
En fin, son generales,
alegres, divertidas,
corrientes y marciales,
de la moda y del día;
y así vamos allá
un rato por su vida;
no sea usted sonso, (2) vaya,
que le dará tiricia.
—Amigo —yo le dije
con toda cortesía—,
agradezco infinito
su oferta; mas sería
muy ridículo ser
entre esas señoritas
un hombre con capote
sin pizca de levita;
me juzgarán fantasma
o alma de la otra vida,
y más al ver mi humor,
que es de la hipocondría:
adusto, sonso, seco
y ajeno de alegría,
pues yo ni sé bailar,
ni entiendo sinfonías,
ni juego porque pierdo,
ni toco guitarrillas,
ni entiendo cosa alguna
de esas ciencias divinas,
ni gusto de requiebros,
ni sé chanzas festivas.
En fin soy para estar
con viejas o con indias,
y no con las señoras
que en la corte se estilan.
—Que usted me desairase,
—me dijo—, no creería;
si usted no me acompaña
sin duda no me estima.
—Como sí estimo a usted
—le dije—, más querría
que por esta ocasión
mis disculpas admita.
—¡Porra! no puede ser
—el amigo replica—,
hágame este favor;
dejemos de porfías.
Por dejarlas tomé
la capa con malicia,
temiéndome algún chasco
en la visita dicha.
No me engañó, por cierto,
mi triste fantasía;
el pícaro taimado
me llevó con songuita
a la casa, y al punto
que me vieron las niñas,
con mil insinuaciones
corteses y expresivas
hicieron me sentase
en medio de ellas mismas.
Luego que yo esto vide,
y la sala llenita
de curros y oficiales,
de mercedes y usías
vestidos a la moda,
esto es, bonapartista,
dije yo, aquí fue Troya;
libre Dios mis costillas
ya de los luengos sables,
ya de las espinitas.
Rompieron las señoras
mi silencio, a porfía
preguntándome cosas
para mí peregrinas.
Como si el gran sultán
era de Filipinas;
si el arsenal estaba
mejor en la bahía
de Acapulco o San Blas;
si la poligamía
estaba en el derecho
natural permitida;
si eran las berenjenas
saludable comida,
y otras al modo de estas
noticias eruditas.
Yo a todo contestaba
no lo sé, señoritas.
—¡Jesús! —dijo en voz baja
una de éstas—; mentira,
éste no es el pueta,
porque es muy tonto, niña.
En esto, uno de tantos
que callados oían
me dijo: —Camarada,
¿conque usté es el poetistas
que escribe papeluchos
aun más que hay longanizas?
¿Usted quien escribió
en la caballeriza
contra las herraduras,
que es la moda del día?
—Señor —dije temblando—,
no soy por vida mía.
¡Oh, Dios, lo que es estar
un pobre por pasiva,
que jura, miente y niega
por evitar su ruina!
—Vaya, vaya —me dijo—,
no valen chilindrinas:
conocemos a usted;
las señas son las mismas;
el señor que lo trajo
no puede hablar mentira;
¡conque fue nuestro empeño!
¿Es cierto, evangelista?
Se quedó muy fruncido
mi amigo, y su malicia
a mis ojos quedó
más clara que es el día.
—Pues, sí señor, yo fui
el de la satirilla,
—le dije, ya resuelto
a defender mis tripas—.
Y él prosiguió: —Pues es
usted un trapacista,
un bestia, un animal;
no entiende de eso pizca,
porque las herraduras
nuestros pasos afirman,
y si algunos resbalan,
las usarán muy lisas,
que si las escamaran
a manera de limas,
ya estaba remediada
toda esa niñería.
Si cuestan ¿quién le pide?
Si en la zapatería
algunos deben hoy,
el costo en otro día
han de satisfacer;
si es moda poco digna
de los hombres, porque
las bestias imitan,
peores son otras mil
que quizá no critican.
¿Qué dice usted, señora?
—dijo a la viejecita—;
y ésta dijo: —No, no,
la moda es muy maldita:
bailando contradanza
don Cosme el otro día,
se resbaló, cayó
y tropezó con mi hija,
que de espaldas se fue,
quedando en la caída
tan mala, que dos meses
me costó la botica,
y aun todavía no sale
la pobrecita a misa,
ni cose, ni hace nada;
ella está ahí, que lo diga;
y aun si baila, primero
a los hombres los mira,
a ver si están herrados.
¿Es verdad, Angelita?
—Sí mamá —respondió
volviéndose toda risa.
Me despedí contento;
¡gracias a la viejita,
que ha echado tal remache
a las herraduritas,
que pienso que ha de ahorrar
más de cuatro caídas!
Y me dicen que muchos
juiciosos se las quitan,
para que no los metan
en las caballerizas.
José Joaquín Fernández de Lizardi
Notas del editor UNAM-IIF:
(1) 1811 o 1812. González Obregón lo cita como parte de Los currutacos herrados y caballos habladores, sin especificar que se trata de otro poema complementario de éste. Prueba de ello es que Fernández de Lizardi lo omite en la reimpresión de 1819.
(2) sonso o zonzo: tonto, imbécil, se aplica principalmente a personas. Atarantado por exceso de calor, de fatiga. Santamaría, Dic. mej.