EL MÉDICO Y SU MULA (1)
NOTA INTERESANTE
que se debe de leer con cuidado, para saber que la sátira que sigue es inocente, pues sólo se dirige contra el vicio. Siempre alabamos la virtud en donde se halla.
La medicina y sus dignos profesores son recomendados por el mismo Dios, y nadie puede dudar de la necesidad que tenemos de ellos. El médico sabio y constante escudriñador de la naturaleza humana es el valiente general que triunfa las más veces de las enfermedades, con el oportuno auxilio de los remedios. "El infelice mortal, acosado de sus dolencias, no halla consuelo en la ternura de la esposa, en las lágrimas de los hijos ni en las visitas de los amigos; sólo la visita de su médico le mitiga sus dolores, le serena su espíritu y le hace con una dulce ilusión creer firmemente que su libertador entra a restituirle la salud." Así se explica un famoso inglés. (2) ¿Y qué diremos del médico que añade a un tenaz estudio y a una infatigable práctica un corazón benigno y caritativo para con los pobres? ¿De aquél, cuya vista no se engolosina con la magnificencia de la cama ni el ajuar de la casa, sino que por entre las miserables hilachas de un andrajoso lecho descubre su corazón un su semejante, un su hermano, y lleno de una santa ternura lo acaricia, lo consuela y abre con él los tesoros de su ciencia, con la misma liberalidad y cuidado que si fuera el primer magnate de la corte? ¿Qué diremos del médico, que con lucrosa ganancia para su alma, pierde un par de horas de tiempo recibiendo en su casa a los pobres enfermos, que no teniendo para pagarle lo van a solicitar en pos del apetecido alivio, y él, lejos de enfadarse, los examina, los alienta y los instruye prolijamente en el plan que puede admitir su curación? Yo diré: que éstos son unos hombres buenos, que saben bien cumplir con la obligación que contrajeron, no menos que con juramento solemne, al tiempo de recibir el grado. Diré que son unos hombres dotados de un entendimiento claro y de un corazón sensible; y diré, finalmente, que éstos son unos hombres bienaventurados, que no han esperado la recompensa de los beneficios que hacen en la plata ni el oro, sino en el premio prometido a los misericordiosos, y que estos médicos harán maravillosas curaciones en su vida, así porque ponen los medios posibles con su aplicación, como porque Dios bendecirá sus afanes.
Mas ¿qué diremos de ciertos mediquillos charlatanes, que con cuatro conclusiones mal defendidas; examinados por casualidad; malos anatómicos y peores físicos, cuyos cuidados no son ya ni los libros ni los enfermos, sino sólo el adquirir monedas; que atienden más a la calidad y hacienda del enfermo que a la naturaleza de su mal; que si es pobre el paciente, o jamás lo visitan, o, si acaso, es con el mayor enfado, manifestando su interés en el desabrimiento con que lo tratan; por último, que no tienen ni ciencia ni caridad? Diremos que...; pero óiganlo a la mula de uno de éstos:
Como tengo la costumbre
de tratar con animales,
me ando en las caballerizas
escondiendo, y la otra tarde
fui a casa de un mediquín,
al tiempo que aquel pedante
bajó a darle de cenar
a su mula por adarmes.
Ella, que se vio poner
a dieta sin empacharse,
entre relinchos decía
al médico: —Miserable,
mentecato, ruin, mezquino,
di, ¿por qué me matas de hambre?
¿te sirvo mal, condenado,
para que así me maltrates?
¿qué no te basta matar
con purgas y con jarabes
y con tu vana simpleza
a tus pobres semejantes,
sino que también a mí
pretendes de hambre matarme?
Si es matar tu vocación,
¿por qué no aprendiste antes
a verdugo? aunque es lo mismo
verdugo que charlatanes.
Júpiter de ti me libre
y otros amos me depare,
mas que sea un arriero loco
o un tramposo demandante;
que como salga de ti,
yo comeré, aunque trabaje.
A todo esto, el mediquillo
no hizo más sino marcharse.
Yo me espanté no entendiera
juntas tantas claridades,
porque los machos y mulas
usan un mismo lenguaje.
Fuese (dije), y yo saqué
mi lengua de tanta cárcel.
—Arre —le dije a la mula—.
Volvió la cara a mirarme
y, sacudiendo la cola,
me dijo sin alterarse:
—¡Si serás médico tú!
Yo la dije: —No te espantes,
no lo soy; pero querría
ser de tu amo practicante.
—Hombre —me dijo—, ¿estás loco?
Pues qué, ¿quieres condenarte?
¿quieres ser médico, y luego
aprender de un ignorante?
¿piensas que la medicina
es cualquier cosa? No, es arte
tan difícil y tan larga,
que la vida no es bastante
a aprenderla; sus misterios
tocan en lo inescrutable;
y así, deja esa tontera
y ponte a aprender a sastre.
Y cuando esa profesión
sea tu pasión dominante,
no faltan médicos sabios
con quien aprender. —Hablaste,
mulita, con discreción;
pero mira, no me engañes
—la dije—, ¿que tan caballo
es tu amo? Vaya, no trates,
porque te da poca cena,
hablando mal de él, vengarte.
—Uno es uno y otro es otro
—me dijo—; es tan ignorante,
que es milagro de natura
que algún enfermo le sane.
—Pero tú, ¿de qué deduces
su ignorancia? —¿No es bastante
saber que jamás estudia,
aunque amontona de balde
los Hipócrates, los Salas, (3)
los Wansvietens, (4) los Boeraves, (5)
los López y los Riverios, (6)
los Brovnes, (7) los Sydenanes, (8)
y otros mil, para el adorno
de su mesa y sus estantes?
—me respondió—. —Sí es —la dije—;
pero si no estudia, ¿qué hace?
—A las siete se levanta
(diz la mula sin chiquearse);
toma su the, su café,
su leche o su chocolate;
fuma un tabaco y después
se viste y pone los guantes;
manda que me ensillen; luego
se calza los acicates;
toma la capa, se emboza,
monta y vamos a la calle.
En esto, serán las diez
(escucha sin enojarte);
llegamos al hospital (a)
do está igualado el tunante;
entra con gran magisterio,
rodeado de practicantes
más mulas que yo y más necios
que él mismo; ¡buen explicarme!
Pide el recetario, y pasa
mirando, tal vez, el margen,
decretado por guarismos,
sin atender los semblantes
de los míseros enfermos
y sin más examinarles
su alivio o su gravedad,
diagnósticos o indicantes; (9)
allá al montón que Dios crió,
y a salga lo que salgare,
receta al cinco y al seis,
siete, ocho y nueve: jarabes.
Al diez, al once y al doce,
trece y catorce: purgantes.
Al quince y al diez y seis:
sinapismos y sedales.
Así se pasa revista
de los demás, y se sale.
Y toda esta broma, amigo,
en menos de una hora se hace.
¿Te ríes? ¿No lo quieres creer,
y estás haciendo visajes?
Pues de esta verdad testigo
es la experiencia constante.
Yo me acuerdo que oí contar
desde que estaba en pañales,
que en un hospital entró
un médico de este estambre,
y le dijo el enfermero:
Número dos. Que lo sangren,
respondió muy satisfecho,
sin ver al otro el semblante.
El mozo le replicó:
¡Que sangren! si ya es cadáver.
Pues si es cadáver, ¿hay más,
respondió, sino enterrarle?
y con la mayor socarra
se fue pasando adelante.
De estos médicos es mi amo;
si yo miento, que me maten.
¿Qué dirás de lo que sigue?
Monta en mí; sale a la calle;
llega a una casa...; pero esto
dirá la segunda parte.
LA MULA MÁS RACIONAL (10)
—Pues sí, señor, como digo,
llega a alguna casa mi amo:
si es rico el enfermo, entra
riéndose hasta con los criados;
en la recámara, (11) baja
la voz por no molestarlo,
y le dice cariñoso:
¿Cómo está usted; va aliviado?
Siéntase; le toma el pulso,
y mientras, está mirando
las vigas, como en acción
de observar, casi elevado,
las pulsaciones; se pasa
en esto bastante rato;
deberá de ser preciso,
porque toma la otra mano,
y calentando la suya
por temor de resfriarlo,
haciendo mil ademanes
con las cejas y los labios,
admirándose de todo
y entre dientes rezongando.
Después hace que la lengua
saque lo menos un palmo;
le toca dos o tres veces
el estómago y el bazo.
Para tantear de la fiebre
el mayor o menor grado,
o por saber si la sangre
corre a precio bien barato,
le hace abrir tamaños ojos
al paciente, y hacia abajo
los párpados inferiores
le estira; si colorados
están, la plétora, dice,
la sangría está indicando.
Luego pide los orines
en un transparente vaso,
los mira, vuelve a mirar
después de estar asentados,
y en un tono magistral,
dice: Vaya, no va malo;
algún sedimento hay,
y lo rubro no hace al caso.
Y no sabe el infeliz
que son orines de un gato,
porque el criado derramó
por descuido los de su amo.
Pide luego los excretos;
los traen, los ve muy despacio
y prognostica: que el vientre
está desembarazado.
Síguese el esputo; exclama:
Si no hubiera expectorado
esta lympha tan viscosa,
quedaba en la pleura el daño.
De ahí, al enfermo le cuenta
que está bastante aliviado.
Él no lo cree; antes le dice
que delira, que ha velado,
que suda y que la diarrea
por horas lo va acabando.
El médico le asegura
la sanidad, sin embargo
de que para cazar moscas (12)
no está muy lejos el plazo,
que es signo mortal, según
dicen los médicos sabios.
Y de esta manera a muchos
con consuelos ha matado.
Siendo lo peor que se van
los pobres sin confesarlos,
por creerse de las lisonjas
del médico temerario
que les asegura están
sin riesgo. ¡Qué grande cargo
les resulta de esta falta
de advertencia y de cuidado!
En fin, después de charlar
y de encender un tabaco,
se para, le dan su peso,
y con muchos besamanos
se despide, monta en mí,
sale a la calle y marchamos.
A seis u ocho de este modo
los andamos visitando
hasta las doce, que entonces
a cas (13) de algún pobre vamos;
pero allí no se detiene
ni gasta tanto aparato
nuestro dotor: los visajes
que no cuestan, vende caros.
Toma el pulso como brasa,
y receta un cartapacio
tan costoso como inútil,
de suerte que a seis farragos
puede dejar el enfermo
de heredero al boticario.
Sobre tontos, imprudentes
son estos médicos zafios,
pues con esos recetones
no sólo matan a tantos,
sino que a los pobrecitos
les aumentan los trabajos,
haciendo que la mujer
e hijos queden endrogados
para pagar la basura
que por remedio compraron.
¡Como si la medicina
fuera siempre, en todo caso,
fuerza que de en la botica
se despachara! En el campo
hay mil yerbas saludables
que nos venden por arcanos
¡Bien hayan mil veces, sí,
aquellos médicos sabios
y piadosos, que a los pobres
cuidan ahorrarles el gasto
y a la botica de Dios
los despachan! Bien alcanzo
que no todos los remedios
están verdes; pero es claro
que el médico compasivo
no receta, al pobre, caro.
Finalmente, despabila
estas visitas mi amo
como quiera, porque son
de a dos reales, y nos vamos.
Llegamos a casa: yo
al pesebre a pensar harto,
porque ha dado en ser mezquino,
poquito, ruin, mentecato;
y todo por echar coche,
que no lo pensara el diablo;
pero él dice que con él,
aunque el médico sea un macho,
se acredita en la ciudad
y gana buenos morlacos.
—En eso —le respondí—
no va tu amo muy errado,
porque el brillo y exterior
deslumbra hasta los más cautos.
Pero sigue, que deseo
oír el fin de todo el diario.
La mulita contestó:
—Se enfría; come; duerme un rato;
se levanta; pide luego
el chocolate a las cuatro;
sale; le avisan que están
los enfermos esperando;
manda que entren, pues, si está
(como dicen) para el paso;
entran los pobres: los ve,
los oye y va despachando;
pero con tal tropelía,
tal despego y tal enfado,
que los infelices van
de sus remedios dudando
y aun maldiciendo también
médico tan inhumano,
que para el rico se afana
y para el pobre, ni caso.
Esto es cuando se le antoja
ver a los pobres, que el criado
está listo en contestar:
que su merced está malo,
que no se le puede hablar
o que no se ha levantado.
Si faltan algunos otros
que matar, corriendo vamos
a hacer cuatro fechorías
hasta la noche; descanso;
y él, o se va al Coliseo
o a casa de don Pascasio
a jugar su malillita
o su tresillo; acabado,
vuelve a casa; cena; duerme
como cualquiera muchacho.
—Sólo las horas de estudio
—le dije— no has mencionado,
y que no estudie un dotor
es una cosa que extraño.
—¿Qué ha de estudiar —diz la mula—,
si no necesita mi amo
más que tener de memoria
tres o cuatro formularios
de recipes, y opiniones
de terminillos abstractos,
de voces graecolatinas,
de aphorismos y de fallos,
y hételo ya más cabal
médico que yo escribano.
A más que tiene sus buscas (14)
que le dan tomines (15) varios.
Con tres o cuatro boticas
me dicen que está igualado
otras mulas de doctores
(que son con las que yo hablo).
Los boticarios le envían
muy bien esperanzados
los enfermos, y él los vuelve
a comprarles sus emplastos,
sus basuras y sus drogas;
con este juego entablado,
venden ellos sus cochambres
y él se acredita de guapo,
pues mata sólo en un mes
más vivientes que Alejandro.
Calló la mula y se fue
a cenar; yo, cabizbajo,
salí diciendo entre mí,
lleno de asombro y de pasmo:
—¡Válame Dios! ¿Si será
posible lo que he escuchado?
Sean los médicos benditos,
sabios, piadosos, cristianos,
y confundidos se vean
los tiranos medicastros,
que son la más sorda peste
que aflige al género humano.
José Joaquín Fernández de Lizardi
Notas del autor:
(a) En todas partes hay hospitales y en todas partes hay médicos buenos y malos; no se busquen sujetos a quienes aplicarles la fábula, que no es ésa mi intención.
Notas del editor UNAM-IIF:
(1) 1811 o 1812 (NM, p. 108). Pliego suelto, 16 pp. en 8° S. 1. ni f. de i. RE, pp. 237-245.
(2) un famoso inglés. Posiblemente John Brown; cf. nota 8, infra.
(3) Salas. No identificado.
(4) Wansvietens. Gerardo Van Swieten (1700-1772). Cf. nota 4 a Cuarto diálogo crítico. El sacristán enfermo, o crítica contra los malos Médicos y Boticarios.
(5) Boeraves. Hermann Boerhaave. Cf. nota 3 a Cuarto diálogo crítico. El sacristán enfermo, o crítica contra los malos Médicos y Boticarios.
(6) los López y los Riverios. Cf. Periquillo, libro II, cap. V: «El compendio anatómico de Juan de Dios López; la cirugía de La Feye, el Lázaro Riverio y otros libros antiguos y modernos». Juan de Dios López (1711-1773), médico español; escribió un Compendio Anatómico que consta de cuatro tomos (1750-1752). Lazare Rivière (1589-1655), médico francés; autor de diversas obras escritas en latín y más tarde traducidas al francés y otros idiomas; alcanzaron repetidas ediciones hasta fines del siglo XVIII. Todavía en 1825, el texto de Método de medicina en la Universidad de México era el de Rivière. Cf. Francisco A. Flores, Historia de la medicina en México (México, 1886-1888, vol. II).
(7) Brovnes. John Brown (1735-1788), médico escocés; autor de Elementa medicinae, obra que despertó apasionadas controversias. Cf. José Joaquín Izquierdo; El brownismo en México.
(8) Sydenanes. Tomás Sydenham (1624-1689); médico inglés, inventor del preparado de láudano que lleva su nombre y autor de varios libros sobre patología y terapéutica, publicados en latín, que alcanzaron amplia difusión.
(9) indicantes. «Med. La señal misma de que se toma la indicación. Indicación: El indicio que se toma por alguna señal exterior, del estado o calidad de una enfermedad, u otra cosa» (Dic. R. A. E., 2ª ed., 1780).
(10) Continuación del poema anterior. Corresponde a las pp. 9-16 del pliego original, en 8º, s. 1. ni f. de i. En RE va inmediatamente después del precedente sin interrumpirse la foliación; pp. 245-253.
(11) recámara. Cuarto, aposento, alcoba, dormitorio. Dic. R. A. E.
(12) cazar moscas. Las boqueadas y el manoteo de la agonía. Cf. Manuel López y López: Modismos y refranes del Periquillo Sarniento, en Universidad de México, vol. I, núm. 6, abril 1931, pp. 462-482: «Esperar a que cace moscas: la última hora».
(13) cas. Apócope de casa.
(14) tiene sus buscas. En México y Puerto Rico, provecho, por lo general ilícito, que se saca de algún empleo o cargo, principalmente de carácter público. Santamaría, Dic. americanismos.
(15) tomín. Moneda de plata que se usaba en algunas partes de América. Dic. R. A. E.