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EL SUEÑO DE LA ANARQUÍA (1)

La triste noche con su negro manto
ayer apenas con horror sombrío
la tierra envuelve en pavoroso luto,
cuando embargando el sueño mis sentidos
me pareció que estaba en el paseo
que aquí suelen llamar Campo florido.
Era yo junto a un árbol reclinado,
triste, solo, confuso y pensativo
de los trabajos de mi cara patria,
aún más que de los míos y de mis hijos.
La tarde estaba plácida y risueña;
el dulce y amoroso cefirillo
halagaba los álamos y sauces,
cuyas hojas hacían un blando ruido.
Las personas devotas con modestia
se dirigían también en aquel sitio
al santuario do adoran a la Madre
del verdadero Dios único y trino.
Por otras partes coches y caballos
daban un espectáculo muy lucido.
La inocente niñez se divertía
con carreras, con saltos y con brincos,
tirándose en la grama de aquel campo
cual si fuera en el lecho más mullido.
Cerca de mí, en dos sauces un columpio
estaba bien dispuesto y prevenido.
Del uno y otro sexo una camada
de jóvenes alegres y provistos
de bandolones y vihuelas llegan;
tienden sus capas por aquel recinto,
se sientan, tocan y con dulces pechos
comienzan a cantar varios zorcicos,
sainetes y boleras. Luego vienen
con coronas de rosas unos judíos;
las compran las muchachas, se las ponen
y mandan traer manjares muy sencillos. (a)
Su gusto se les cumple en el momento
y en medio del placer y del bullicio
meriendan frugalmente; pero apenas,
por su desgracia, cuatro o seis borricos
junto a ellas pasan, cuando seis traviesas
se levantan y corren; sus maridos,
deudos o hermanos van también con ellas,
quienes con más presteza que lo digo,
haciendo de sus tápalos cabestros
amarran a los burros del hocico,
les echan en el lomo las chaquetas
por palafrenes y, con el auxilio
de los mozos, se suben y maltratan
al animal paciente, que remiso
no quiere andar aprisa; se incomodan
con tanta gravedad los pajecillos,
y cortando unas varas los azotan
y los hacen andar al trote listos.
Entonces las jinetas, que rabiaban
por hacerlos correr, dan mil chillidos
y a cada instante piden los detengan;
mas sus preceptos son desatendidos
de sus pajes de honor, que apetecieran
verlas regadas por el suelo mismo.
Un burro viejo y flaco, cabizbajo,
a empujones mudaba algún poquito;
era el más flojo de sus compañeros
y el más humilde, dócil y sufrido,
pues cuando lo azotaban solamente
sacudía las orejas. ¡Pobrecillo!
Ya estaba la muchacha por bajarse,
cuando un joven halló fácil arbitrio
para hacerla enojar, y fue meterle
la vara con primor en su orificio.
Entonces el infeliz, no acostumbrado
a semejante espuela ni castigo,
agacha la cabeza y mesurado
tira la hermosa carga al primer brinco.
Ésta da un grito al caer: suelta el burro
para alzarla del suelo, y el pollino
no espera las resultas; antes corre,
el tápalo llevando en el hocico.
Todas las compañeras al momento
echan pie a tierra; vienen al auxilio
de la pobre jineta, a quien encuentran
sin novedad ninguna; van al sitio
do las tías y las madres las esperan
y las regañan por su poco juicio,
como si en esa edad muy fácil fuera,
y es la ocasión vencer el apetito.
La música sigue por las cobardes
y al columpio se tiran las de brío.
Sobre quién ha de ser la preferida
sus altercados hay; mas el cariño
que tenían todas a la más bonita
le dio la preferencia. ¡Qué prestigio
es el de la hermosura que sin celos
respetar se hace de su sexo mismo!
Era graciosa y linda la muchacha,
de un cuerpo muy gentil y muy erguido:
sobre un hermoso blanco, sus mejillas
no tenían que envidiar el colorido
de las alejandrinas; los sus ojos
alegres, negros, grandes y muy vivos
brillaban como brillan dos luceros
en cielo raso en el invierno frío;
su nariz afilada; su boquita
era un clavel pequeño y purpurino;
en su alto pecho, blanco y bien formado
se advierten elevar unos globillos,
que si no son esferas celestiales
son de natura adornos muy más lindos.
Su traje era modesto, y bien mezclados
estaban lo elegante y sencillo.
El túnico (2) de blanca muselina
era y tenía bordados mil ramitos
de oro y a largos trechos; una cinta
color de cielo ataba su corpiño;
medias de seda las sus bellas piernas
y un zapato de aurora el pequeñito
pie le cubrieran con honesta gracia.
Ya que estaba sentada en el columpio,
se hace amarrar los pies con un pañito
que el túnico sujete por modestia,
y comienza el retozo y regocijo.
En las fuertes mecidas el peinado
se le deshace y los rizos
el aire adornan libres y volando.
Sus mejillas se encienden y más lindo
se pone su semblante cada rato,
luchando con el gusto y el peligro.
Al verla descender desde la altura
coronada de rosas y jacintos,
me parecía bajaba de los cielos
la hermosa madre del vendado niño.
Con objetos tan varios y agradables
huyó del corazón mi humor sombrío,
pues parecíame estar en una Arcadia.
¡Tal estaba de alegre y divertido!
Mas ¡ah! que los placeres de esta vida
muy cortos siempre son y fugitivos.
Cuando yo más contento me soñaba
comienza a soplar recio el norte frío;
suben las nubes de los horizontes;
del sol ocultan los hermosos brillos;
todo el cielo se entolda y obscurece,
tempestad anunciando. Al tiempo mismo
huyen los concurrentes a sus casas
y solo quedo en el ameno sitio.
La tristeza y horror otra vez cubren
mi corazón confuso y abatido.
Crece la tempestad; el aire cruje;
truenan los cielos; rayos repetidos
mi existencia amenazan. Me levanto;
huir quiero; ¿pero a dónde? De improviso
sacude un terremoto todo el globo
con tal furor, que de sus mismos quicios
parece que los cielos se desploman
y se vienen abajo. Yo, afligido
y acosado del susto, sólo trato
de ver cómo me salvo del peligro.
Quiero correr, mas ¡ay! que fuera en vano.
A cada paso se abre un precipicio
debajo de mis pies, y uno entre tantos
tan profundo se abrió que vi el abismo.
De él salen con bramido estrepitoso
tres Furias infernales. Sus vestidos
eran de fuego y sangre, y de serpientes
crinadas sus cabezas. Yo no he visto
semblantes más horribles. En sus ojos
la Parca se miraba y exterminio
contra todo mortal. Sus fieras manos
tres teas ardientes con furor maldito
llegaron a ocupar, y en el momento
volaron todas dando un alarido
tan triste y espantoso que no pudo
mi espíritu sufrir. Un cruel deliquio
dio conmigo en el suelo. A poco rato
me pareció volver de un parasismo
y halléme..., ¡oh, dulce susto! ¿quién pudiera
otra vez por mi dicha repetirlo,
por ver a mi mentora cariñosa
halagándome tierna? Halléme, digo,
en el regazo de una ninfa bella,
que llena de bondad así me dijo:
—Mortal cobarde..., vamos..., no desmayes;
infelice, recobra tus sentidos;
dirígeme tu vista... ¿Me conoces?
Yo soy tu buena amiga. A darte auxilio
vengo como una madre. Nada temas;
seguro vive en el regazo mío.
A tan tiernas palabras yo no pude
impedir de mis ojos el dominio.
Lleno de gratitud y de amor lleno,
alzo la vista y una diosa miro.
Ella era la Verdad, bien la conozco;
al momento la adoro, me arrodillo,
y que me libre de las Furias sólo
humilde y prosternado le suplico.
Ella me dice con semblante grato,
mirándome con ojos compasivos:
—No toca a la Verdad hacer felices
a los mortales, no, caro hijo mío.
Ellos, pues razón tienen, serlo deben
aprovechando siempre mis avisos.
Yo no ceso de dárselos, lo sabes,
y aun por mi órgano a veces te he elegido;
pero no quieren creer mis advertencias
y se hacen desdichados ellos mismos.
—Es muy cierto, señora —le respondo—.
En el mundo tenéis pocos amigos.
¿Pero no me diréis a qué salieron
esas tres Furias del horrendo abismo?
—A perder a tu patria.
—¡Santo cielo!
¿A perder a mi patria?
—Te lo he dicho
y te lo he de mostrar.
En ese instante
un carro de oro apareció lucido,
tirado de unas águilas rapantes
de parda pluma y encorvado pico.
—Sube —dijo la diosa—; y yo, temblando,
subo sin replicar, pues no resisto
jamás a la Verdad, por más que digan
mis crueles e ignorantes enemigos.
Las águilas volaron al momento,
y como en un furioso torbellino
subimos a las nubes, de do pude
ver todo el septentrión a un tiempo mismo.
Pero ¿qué vi? ¡Oh, dolor! ni recordarlo
quisiera en esta vez. Yo me horrorizo;
mas por si puede ser de algún provecho
a mi adorada patria, ya lo escribo.
Vi en movimiento todas las provincias,
sus calles ocupadas de un gentío
numeroso en cada una, revolteando
sin armonía, sin orden y sin tino,
así como hormigueros donde vagan
miles de insectos sin razón o juicio.
Pero en este desorden yo no vía
desastrosos estragos ni peligros.
Mi admiración notó la mi mentora
y así me habló su labio peregrino:
—Tres años ha que está tu patrio suelo
sin ciertas leyes ni gobierno fijo.
Ayer sujetos a unas, hoy a esotras,
variando a cada paso de ministros;
ayer queriendo reine un extranjero,
hoy coronando al Iturbide su hijo;
ayer le hacían a este héroe su apoteosis,
hoy lo destronan y es el hombre inicuo;
ayer, en fin, la monarquía proclaman,
hoy son republicanos decididos.
Tan grandes convulsiones y mudanzas
otro tiempo la historia hubiera escrito
con sangre de los hijos de la patria,
cuyo estrago, por dicha, tú no has visto.
A este gobierno ciertamente el nombre
de anarquía moderada le convino.
Tal paz ha sido fruto de las luces
del diez y nueve venturoso siglo
y de la unión también; si ésta la rompen,
¡infeliz Anáhuac! su fin predijo.
En esto vi lanzarse a las provincias
las Furias dando formidables gritos.
Los concursos penetran, los dividen
y ya todos se llaman enemigos.
Ni religión ni sangre los contienen,
ni unas costumbres, ni un idioma mismo.
Es todo confusión, todo venganza,
encono, oposición, rabia, delirio.
Pero do quiera se miran los cañones,
bombas, granadas y otros mil malditos
bélicos instrumentos de muerte
de que se hallan los hombres prevenidos.
República proclaman las provincias,
generalmente con sonoro grito.
Central algunos quieren; pero todos
su voto dan por el federalismo.
Sin embargo estos votos aún no iguales
la oposición anuncian de partidos.
Unos a la república defienden;
otros sostienen el tolerantismo;
éstos dicen que no, que tal gobierno
la religión destruye de Dios Cristo,
y monarcas quieren los serviles
por obtener bordados y destinos.
Hay quien grite con furia: viva España,
y otros: viva Iturbide; ¡qué delirio!
Entre los liberales no son unos
los sentimientos, no, son bien distintos.
Unos nuevo Congreso están pidiendo;
convocatoria nueva ya han pedido,
de nulidad diciendo de estas Cortes;
y otros dicen que no, que no convino
semejante mudanza, que no se haga,
que el Congreso es legal, que siga el mismo.
En esta divergencia de opiniones
se aumentan los impresos, los escritos
y las conversaciones. No se escucha
de la razón el eco persuasivo;
todos quieren tenerla: ceder a otro
lo tienen por bajeza o por delito.
En esto se enfurecen y disponen
aclarar su justicia con los filos
de las crueles espadas, con las balas,
con la ira y su recíproco exterminio.
Tocan al arma, reúnense en millares.
Del cañón el estruendo y estallido
su efecto indica: caen los ciudadanos
unos sobre otros; el furor impío
de la cólera crece; ya se mezclan
los hermanos, los padres y los hijos;
no quieren conocerse; todos miran
en el que está delante un enemigo;
todos se hieren con furor insano;
la negra sangre corre en anchos ríos,
la espesa polvareda hace una nube
que impide ver dó se dirige el tiro,
y entonces encarnizados, ciegos, locos,
se matan los amigos con amigos.
Ya es todo confusión; ya no se escuchan
las cajas, las cornetas ni los pitos;
ya no hay jefes que manden, pues ninguno
es ni puede ser obedecido.
El ruido de las armas, los lamentos
de los que caen heridos, los relinchos
de los briosos caballos, los insultos
que todos se hacen con furiosos gritos,
no dejan oír la voz de los que mandan
y obedece cada uno su capricho,
su cólera y furor. La Parca fiera
en torno vuela del funesto sitio,
víctimas mil a mil sacrificando
de su guadaña al acerado filo.
Cansados de matarse y despechados,
de los pocos que quedan, los residuos
unos huyendo de otros se retiran,
pero siempre irritados, vengativos
y jurando morir antes que nadie
los haga sucumbir a su partido.
Luego que aquel enjambre se disipa
vuelvo la vista al campo. ¡Oh, Dios, qué miro!
De cadáveres yertos mil escombros
por la tierra se miran esparcidos
entre caballos muertos, muchas armas
y otros despojos; claman los heridos
que, nadando en la sangre, favor piden
al cielo santo con horribles gritos.
Quito la vista de este triste cuadro,
y hacia otro punto trémulo dirijo
mis ojos anegados en el llanto,
y miro que unas tropas, ¡oh, Dios mío!
venciendo una ciudad, entran furiosas
a fuego y sangre: sólo haber nacido
un crimen era para los caribes.
Hombres, mujeres, inocentes niños,
mozos y viejos, nada perdonaba
su furor alevoso y vengativo.
La púdica doncella y la casada
a vista de sus padres y maridos
se violan, y después... ¡oh, qué fiereza!
las pasan los soldados a cuchillo.
Las Furias vuelan por doquier, llevando
el fuego por las calles y edificios.
Sus ominosas teas nada perdonan:
arden los templos del piadoso Cristo,
y sus vírgenes son sacrificadas
a la venganza y al furor lascivo.
Ardiendo las ciudades, nadie encuentra
inmunidad ni aun el menor asilo.
La fiel esposa corre apresurada
en pos del caro esposo; con un niño
vaga una triste madre, por si puede
librar al inocente del peligro;
el valetudinario, el pobre viejo,
huyen con paso débil y tardío
de la terrible muerte que los sigue,
y siempre encuentran en los crueles filos
del sable, espada, lanza y bayoneta
de sus despiadados enemigos.
Los que están en el campo se contemplan
seguros de la muerte...; ¡qué delirio!
Sacan al labrador para que aumente
las filas de verdugos y asesinos.
Decae la agricultura y el comercio;
las ciencias se entorpecen; los oficios
o las artes fabriles no se ocupan.
A esto se sigue la hambre y la miseria
y, por un consiguiente muy preciso,
la peste, que se extiende por los miasmas
que la atmósfera llenan corrompidos.
En breve tiempo, ambas a dos plagas
a cuantos olvidaron los cuchillos
sepultan en la huesa. Ya a mis ojos
no es nación, no es Anáhuac el que he visto;
es un triste desierto donde vagan
pocos hombres cobardes y mendigos.
A este momento la imperiosa España,
en Veracruz teniendo su castillo,
la ocasión aprovecha y a Bretaña
equipados le pide diez navíos.
Ármalos con los suyos y extranjeros
que por la Europa vagan, atenidos
al robo y al pillaje. Desembarcan
por Veracruz, por Soto y por Tampico;
se reúnen y se aprestan a la guerra;
mas cuando creen hallar un enemigo
que alguna resistencia les hiciera,
hallan un continente que destruido
se ha por su misma mano, un esqueleto,
una vil sombra de lo que había sido.
La misma compasión los mansedumbra
y, más humanos que nosotros mismos,
indulto nos prodigan, y nosotros,
creyendo en su piedad hallar abrigo,
nos acogemos a él, y en un instante
esclavos somos: nuestros caros hijos
no verán más la libertad deseada,
porque nosotros mismos los vendimos
con nuestra divergencia de opiniones,
con nuestra insensatez y fanatismo.
Soñando así pensaba, y doloroso
los ojos vuelvo, a mi diosa miro
con expresión muy tierna; ella me dice:
—Tú adoras a tu patria, hijo querido,
y yo también...; ya está; yo no quisiera
que escena tan terrible hubieras visto;
pero esto aún no sucede; y porque nunca
llegue a ser realidad tal vaticinio,
te lo he mostrado en sueños: tú, despierto,
avísale a tu patria su peligro.
Éste les amenaza si prosiguen,
como hasta ahora parecen, desunidos.
No hay gobierno tan malo como tenga
súbditos ilustrados y sumisos,
que un centro reconozcan y que atiendan
de la razón el elocuente estilo;
pero si por desgracia se desunen,
si cada uno prefiere su capricho
al bien de todos, ¡infelice reino!
la anarquía lo destruye, Dios lo dijo:
no es reino mi nación, será desierto
el pueblo que en sí se halle dividido.
—Conque en fin ¿todo es falso?
—Todo es falso;
pero ten entendido, ¡oh, hijo mío!
que si se desunieren las provincias;
si cada uno siguiere los prestigios
de su imaginación; si en un Congreso
no reconocen el asilo fijo
de su felicidad; si se separan;
si adoptan cada día planes distintos
y formas de gobierno diferentes,
todos perecerán: ya te lo he dicho.
Dilo así a tus paisanos, por que nunca
digan que la Verdad no les dio aviso.
Y en prueba de que quiero el bien de todos,
recibe esta expresión de mi cariño.
Dijo, besóme y fuese. Yo, embriagado
con tal gozo, despierto. ¿Quién ha dicho
que un pesar no despierta como un gusto,
cuando el gusto o pesar son excesivos?
Si útil pudiere ser éste mi sueño,
la patria lo sabrá, ya yo lo escribo.

autógrafo de José Joaquín Fernández de Lizardi

José Joaquín Fernández de Lizardi


Notas del autor:

(a) Como tamales y atole de leche, que es lo que aquí se vende.


Notas del editor UNAM-IIF:

(1) Pliego suelto; 12 pp. en 4º Puebla, 1823. Imprenta liberal de Moreno hermanos.

(2) Cf. nota 4 de Ninguno diga quién es que sus obras lo dirán.


UNAM Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Filológicas
El Pensador Mexicano - Poesía de José Joaquín Fernández de Lizardi


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